Sociolingüística

Las finanzas de la lengua

Las finanzas de la lengua. Lic. María Liliana Capalbo. Universidad Nacional del Oeste P.C. lengua- eficacia- hablantes- economía- subjetividad     Más allá de la justeza lingüística, la polisemia, la gradación de los adjetivos, hay una innegable reducción del bagaje léxico de cada hablante. Están quienes cuantifican  para el español   300 palabras y 500,  si se trata de personas con mayor formación. Algunos alegatos usan como atenuante la noción de economía lingüística, ese fenómeno que tiende a la reducción del esfuerzo  de  proferencia o cualquier forma de expresión verbal. Y  hablar de esta defensa  instala un posicionamiento subjetivo de  empobrecimiento, declive, decrepitud del idioma.  No puede obviarse que hay otros abordajes que consideran que la economía lingüística no es otra cosa que una muestra más de efectividad de un lenguaje que se adecua a los requerimientos del presente. Un presente que deja serlo cada vez que alguien relee un texto o repite una palabra. Contemplando la velocidad  y el vértigo de la vida actual, que el hablante pueda ajustar el uso de la lengua a sus necesidades  podría considerarse un proceso positivo. En la oralidad este principio se observa en la caída de las ‘d’ finales porque aunque la mayoría lo niegue aferrándose a un clavo ardiendo, en la  expresión espontánea muy pocas veces se dice la ‘verdad’, y no es que incurran en falsos testimonios, sino que dicen la ‘verdá’. También hay sílabas elididas, abreviaturas.  Difícilmente alguien diga: “Voy al cinematógrafo”. En la concreción escrita de la lengua, la cálida grafía manual ha dado paso a los  sumisos teclados. En los teléfonos móviles un solo clic en el ícono de la cara sonriente reemplaza un posible: “¡Qué alegría más grande!” Así también una cara con ojos desorbitados equivale a “No lo puedo creer”. Economía lingüística no es equiparable a economía monetaria. En los ámbitos contables las concepciones de pérdidas y ganancias están claramente delimitadas. En este caso surgen preguntas que nos invitan a pensar: ¿es negativo que una lengua sea utilizada en función de las necesidades de los  hablantes?, ¿qué sucede con  el intelecto de un sujeto  pauperizado en cuanto cantidad de palabras que usa?, ¿qué futuro lingüístico nos aguarda si en lugar de mirarnos a los ojos seguimos mirando pantallas?, ¿envejecen los signos lingüísticos?, ¿hay expresiones que entran en default?, ¿qué hacemos con el déficit léxico? Quizás es este empecinamiento en forzar el uso de expresiones de las finanzas sobre todo lo que existe debajo del firmamento. La economía lingüística se da sin planificación. El hablante no es consciente del ‘ahorro’ de tiempo porque, sencillamente, nadie podría  vivir pensando: “Voy a decir otorrino en lugar de otorrinolaringólogo”. Sería contraproducente; pensamos con palabras y estaríamos invirtiendo más tiempo a causa de pensar en economizarlo. Decir que la reducción de la cantidad de palabras  que usa un hablante es producida por la economía lingüística conlleva un error o, al menos, un exceso en la sentencia. Pensemos en las perífrasis, giros, repeticiones,  rodeos que podríamos evitar, sin embargo, los usamos trastabillando con nuestras propias palabras, diciendo aquello que hubiese sido preferible callar. ¡Y no! Nuestra boca lo dice y tantas veces nos arrepentimos. ¿Verdad? Nos preguntan: “¿Vas al cumpleaños?”, “¿Haces actividad física?” ¡Cuánto más simple sería responder simplemente NO!  Y allí sí, cuando de excusas se trata, la fronda léxica aparece desbordando a mares y, frecuentemente, exponiéndonos en equívocos, tropiezos verbales o  fallidos.  Con preocupante liviandad   se asocian de forma taxativa las competencias lingüísticas con la formación académica, los ingresos económicos y hasta la ubicación geográfica de los hablantes.  Más allá y más acá del racismo y  la aporofobia, seguimos en deuda con estas discusiones. ¿No hay verdad en las expresiones rotuladas como populares? ¿Qué rol tiene  el universo académico respecto de la lengua?  

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